sábado, 30 de enero de 2010

Vendas en los ojos


Volvió al teatro, volvió a verla. Y la contempló como si fuera la primera vez, ingrávida, etérea. Alberto vestía su mejor traje, pero… en el momento en que sus ojos se encontraron, todo le pareció poco para aquella diosa de carne y hueso.
Los bucles de oro de su larga melena caían sobre su espalda. Los ojos de cielo, la tez, de nieve. Enfundada en una obra de arte de seda blanca y lentejuelas, Elisa avanzaba por el pasillo, grácil como un hada escapada del más bello de los cuentos, acercándose más y más a cada paso. Y el pequeño universo de Alberto se detuvo en ese instante.
A cada paso de los tacones de cristal, se le estrechaba un poco más el corazón, ahogando sus latidos, sintiendo el nudo de su corbata ciñéndose a su garganta, y el aire insuficiente para sus pulmones. Era tan perfecta... Todo lo que él pudiera soñar alguna vez… Se sentía efímero, minúsculo ante la visión de aquella grandeza. Y por fin llegó hasta donde él estaba, alzó la mirada buscando el infinito de sus ojos y… y como cada noche, Elisa pasó de largo.

Hacía meses que no respondía sus llamadas. Meses que lo ignoraba, que ignoraba sus esfuerzos de estar cada día un poco más cerca de la suela de sus zapatos de tacón. Porque hacía meses que, le había vendado los ojos de excusas que no terminaba de creerse ni ella misma. Lo había besado por última vez, y lo había dejado en aquel mismo pasillo, con su mejor traje. El mismo que llevaba cada noche, en un vano intento de hacerle recordar que, una vez, hacía ya tiempo, lo había amado. Pero Elisa estaba ocupada bajo los focos, entre flores y sus oídos demasiado atentos a la sinfonía de las monedas al caer. Lujos que habían conseguido que se tomara la vida como una atracción, un juego de cartas en el que ella tenía todos los ases. Le habían hecho creer que el mundo no podría girar sin ella. Lujos que habían conseguido hacerle sentir la dueña de un mundo de juguete, sosteniendo los hilos de marionetas humanas que movía a su antojo al chasquear los dedos. Como él, quien, olvidado como un muñeco sucio y roto, la contemplaba marchándose, y sintiendo resquebrajarse su pisoteado corazón, que por desgracia para él, no era de madera como el de un muñeco.
Sólo le quedaba ahora la tristeza vacía de unos pasos que se alejaban, como cada noche. Las lágrimas del alma, que lloraba de olvido. Porque la primera vez que la vio marchar, perdió los sueños y los recuerdos. Lo dejó, y... ¿qué quedaba ahora? ¿Qué le quedaba? nada... Porque se había ido el calor, se habían acabado las sonrisas y el mundo se había olvidado de que estaba.... solo...
Y cada día renacía su inocente corazón, como un ave fénix de sus cenizas, para volver a morir al atardecer, cuando la perdía de vista en aquel pasillo alfombrado de rojo.

Pero él mismo sentía que iba apagándose su ilusión, sentía que poco a poco llegaría un momento en el que no podría más… en el que no soportaría volver, como cada noche, al teatro, un momento en que su corazón pidiese a gritos que lo cuidasen, cansado de estar sucio, de ser arrastrado, de ser exprimido hasta consumirse cada día de dolor…

Y ese día acababa de llegar. Él mismo sintió la venda que le cubría los ojos, y que no le había dejado ver más allá del brillo de las lentejuelas del vestido de Elisa. Aun no estaba preparado para frenar el golpe pero ya hacía meses que había recibido el impacto.
Salió corriendo del teatro, se arrancó la corbata y lo que le quedaba de sus tristes esperanzas. Corrió, corrió mucho, todo lo que sus piernas le permitían. Quería dejar atrás el dolor, la amargura, la nostalgia que le hacía vivir más en sus recuerdos que en su vida… Salió de la ciudad, corriendo, y por caminos, hasta que dejó de oír ruido de motores, gritos, hasta que se sintió rodeado de… nada. Y cuando se cansó de correr siguió caminando, y a cada paso alejándose de sus sueños rotos.
Cuando se quiso dar cuenta, el cielo se alzaba sobre su cabeza, oscuro, como todo lo que le rodeaba. No recordaba cuanto tiempo llevaba caminando, cuantos pasos había dado tras cruzar el umbral de la puerta del teatro. Quizá llevaba horas caminando, quizá un minuto, no lo sabía, pero tampoco importaba. No había prestado atención, no sabía por donde caminaba, simplemente, se dejaba llevar por la inercia de sus propios pasos. No podía quitarse aquella imagen de la cabeza, su imagen, la de Elisa...

Elisa… Pura y transparente… Como un cristal que se hubiera quebrado dentro de su corazón, y ahora se le clavaba en el alma a cada suspiro… Elisa…

Algo le hizo tropezar, no acertó a distinguir qué. Y en ese momento se dio cuenta de lo que estaba pasando. Llevaba ni él sabía cuanto tiempo caminando a ciegas, en la negrura. Caminando quién sabría por dónde.

Alzó la mirada y no vio más que sombras. Quiso volver a casa, pero no podía moverse. Ni tan siquiera podía ver el camino que se erigía bajo sus pies, entre la oscuridad. La angustia y la impotencia comenzaron a enloquecerlo. Lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos, y resbalaban por su memoria dejando una marca imborrable tras de sí. Nunca olvidaría este momento, si es que conseguía salir de él.

Estaba solo. Y no sólo eso, además, se sentía solo. Había un gran vacío en su corazón que corría el riesgo de llenarse de la oscuridad que le envolvía. Se echó al suelo, amargo, melancólico, sumido en su propia soledad. Intentó distinguir con las manos el camino, para volver a casa. Quería volver a su vida, quería ser capaz de volver a soñar. Pero las piedras del camino herían sus manos. Aquella ceguera lo bloqueaba.

Mirara a donde mirara, todo era negro. Creyó que alguien le tendía la mano, pero cuando fue a tomarla, no había nadie. Mas tarde soñó oír una voz, pero al gritar comprobó que sólo había sido el viento entre los árboles. Después de lo que le pareció una eternidad, acabó por convencerse a sí mismo de que lo único que le quedaba era esperar a que su corazón dejara de latir, porque el calor de su alma hacía ya largo tiempo que lo había abandonado. Tendido sobre las piedras, se lamentaba, y entre sollozos, susurró al viento, “ya no queda nada… no queda nada… nada… no queda…”

Y la última frase no la llegó a oír, pues su cuerpo perdió la fuerza. El aire dejó de llegarle a los pulmones, y en aquella vereda, sin más compañía que su propia soledad, perdió la vida…

A la mañana siguiente, una familia que vivía en una villa cercana, lo encontró. Salió en los medios de comunicación. Nadie se explicaba la situación, por qué se había abandonado así mismo en una noche gélida y oscura. Nadie se explicaba por qué había muerto. Por qué se había abandonado en aquella cuneta de aquel rincon olvidado. Por qué había olvidado cuidarse de sí mismo…

Pero él, lo entendió todo. Porque desde el cielo, contempló triste su cuerpo inerte, y se sintió desdichado, puesto que, al mirarse a sí mismo a la cara, se dio cuenta de que, aquella noche no logro ver la luz…

…Tan solo porque aun sintiéndola allí... olvidó quitarse la venda de los ojos.

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